Tal vez estuviera un poco aturdido aquella noche que llegando a su casa tocara el timbre, y no había más que silencio. Una pausa inesperada que le dejó en una posición extraña. Estaba en su casa. No tenía llaves. Nadie abría la puerta. En la casa, se su pone, aguardaban a abrirle dos personas, la una su amiga, el otro su cuidador.
Él, el minusválido, se había ofrecido a traer alguna cosa de comer del bar de abajo. Con un andar imposible, muestra abstracta de lo que es caminar en una persona, en donde cada extremidad va a su bola, y apenas se sabe cual sería el próximo movimiento.
Pero hoy estaba particularmente feliz, algo le había estimulado hasta el punto de salir con sus propios pies, con dos cojones.
O como en la balada para un loco: mezcla rara de penúltimo linchera, medio melón en la cabeza, y una banderita de taxi ¡libre! En cada mano.
Así que consiguió hacerse entender en aquel bar, que disponía de confitería, y se hizo de una bandeja de empanadillas. Era fácil, sólo tenia que bajar y comprarlas, estaba en el mismo edificio, solo girar a la derecha, ahí estaba el bar-confitería con sus pasteles y sus empanadillas.
Cuando llamó al portero automático le abrieron, luego, con sus manos, llenas de bandeja imposible de llevar, tuvo la independencia de sentirse orgulloso. De sentirse bien. Le habían entendido en el bar de las empanadillas y ahora triunfante subía por el ascensor.
Pero llamando a la puerta nadie le abría, al principio pensó que estarían despistados y debía insistir, pero por muchos esfuerzos que hacía por tocar el timbre de la puerta no se sentían pasos, no pasaba nada, sólo un silencio cada vez más incómodo.
Estaba sólo, delante de la puerta, y empezó a pensar que su amiga y su cuidador le estaban jugando una broma de mal gusto. Se puso nervioso. Perdió la paciencia y, como su bandeja de empanadillas le impedía hacer algo más, aporreó la puerta con un pie. Al principio suavemente. Después con rabia.
-¡Abridme, cabrones!
Y después otra vez.
-¡Abridme, cabrones!
Y es que no todo el mundo quiere dejar de ser minusválido en este mundo donde todos somos minusválidos, y despreciamos sin contemplaciones y por miedo cualquier posibilidad.
Con las últimas patadas, al fin, tras la puerta, una voz anciana gritó.
-¡Vallase!, ¡O llamaré a la policía!
Efectivamente, por un descuido, subió al piso equivocado, de pronto se dio cuenta de que era el segundo, como era el segundo su viejo piso, el de toda la vida, el de sus padres, el de toda la vida. No el tercero. Se dio media vuelta y cogió el ascensor.
Todo esto no hubiera sido más que una anécdota, pero al fin y al cabo, no se sabe como, llegó la policía. No se sabe como entraron en su casa, no se sabe cómo, dos chicos del este con presuntos papeles y un minusválido tetrapléjico estaban sometidos a un interrogatorio. La policía investigó el asunto durante una hora:
¿por qué están aquí? ¿Cuál es su domicilio? ¿Quién es el dueño del piso? ¿Alguien ha matado a alguien?
Buscando un delito tal vez, un delito que sin duda cometieron.
Se juntaron dos chicos del este y un paralítico en un piso del que no tenían contrato.
Sólo vale la pena, aunque sea un poco triste, el ver al minusválido levantándose de la silla para decir, con voz atrancada: ¿cree usted que yo podría hacer algún daño a esa mujer?
La policía lo investigó, no tenía antecedentes por atropellar con su silla de ruedas a nadie. Los chicos del este, carecían de antecedentes penales. Eran una familia muy rara.
Dos chcos jóvenes del este y un español minusválido.
A mi me pasó justo lo mismo cuando estaba viviendo de alquiler en casa de Javier Asturiano
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